Es un acto casi instintivo. Chocamos de forma accidental con alguien en el metro y decimos «lo siento» de forma automática, sin importar quién tenga la culpa. Escuchárselo decir a la otra persona nos hace sentir mejor porque, al asimilar sus disculpas, apagamos nuestro incipiente cabreo ante este contacto no deseado. Pero con los niños la situación cambia. A ellos pedirles disculpas no les reconforta.
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